Fernando Manero
Catedrático (jubilado) de Geografía Humana; Miembro de Honor del Instituto de Estudios Europeos (Universidad de Valladolid)
Cuando han transcurrido tres años desde la aparición de la pandemia causante del fallecimiento de (cifra aproximada) 17 millones de personas en el mundo la perspectiva apoyada en las variables y en los elementos de juicio disponibles induce a reflexionar sobre sus implicaciones más significativas.
Como se ha puesto de manifiesto en las reuniones celebradas por la Tertulia en Barbecho, pendiente en todo momento de la evolución de la enfermedad gracias a las informaciones eficaz y puntualmente presentadas por uno de sus miembros, el Dr. Jesús Blanco Varela, la pandemia ha contribuido con fuerza a la reactivación de reflexiones y debates que ya estaban latentes como reacción a los impactos provocados por la crisis financiera de 2008.
Aunque las motivaciones de una y otra son distintas, no están ausentes de los rasgos y las tendencias que definen un panorama repleto de problemas irresueltos, que inducen necesariamente a la reflexión con fines interpretativos susceptibles de facilitar la corrección de factores y situaciones con frecuencia asociados a su desencadenamiento. Y es que no en vano una epidemia constituye, como señala Laurence Monnais, una “realidad multifactorial, necesitada de una salud pública interdisciplinar”.
Son, en esencia, grandes y perentorios desafíos intelectuales suscitados ante la necesidad de dar respuesta a problemas acuciantes que, de forma general, quedaron identificados con los efectos de la globalización, un fenómeno positivamente valorado en sus fundamentos básicos para acabar sometido a evaluaciones críticas, que incluso apuntan al fin del orden liberal globalizado, y a la elaboración de propuestas alternativas, acordes con la necesidad de un modelo socialmente más equitativo, más sostenible desde el punto de vista ambiental y, por ende, fiel a los ineludibles compromisos a que obliga la lucha contra el calentamiento global, de gravedad creciente.
Estamos asistiendo, y en un momento crítico de la geopolítica mundial, a una etapa abierta a la búsqueda de nuevos horizontes interpretativos, exigentes en autocrítica y en labor prospectiva de cara a una visión a medio y largo plazo de los procesos que han de afectar a las sociedades tanto individual como colectivamente.
Con la perspectiva temporal disponible resultan patentes las disrupciones que está trayendo consigo desde el punto de vista territorial hasta cimentar las bases de un replanteamiento de las realidades espaciales a partir de las nuevas formas de relación entre las sociedades y los entornos en los que se organizan y desenvuelven. No en vano el patógeno SARS-CoV-2 se ha convertido, como afirma Michel Lussault,, en un potente operador geográfico que incide sobre el Sistema-Mundo, dando lugar a transformaciones que en esencia se corresponden con una performance geográfica global.
Convendría detenerse en lo que significa este fenómeno con el fin de apreciar el alcance de los cambios, ya producidos o en vías de hacerlo, en la configuración de las realidades espaciales, afectadas – o en vías de afectación – por rupturas flagrantes respecto a las tendencias consolidadas en la etapa previa al desencadenamiento de la peste.
A modo de aproximación a un tema cuyos perfiles se encuentran todavía pendientes de constataciones bien definidas, cabe estimar que los procesos detectados gravitan en torno a tres tendencias fundamentales, que operan como argumentos determinantes de nuevos comportamientos y estrategias. Abiertos al debate, a la contrastación empírica y a la reflexión prospectiva, no son sino la plasmación de metamorfosis decisivas en las formas de vida y en la manera de entender las cambiantes relaciones que las sociedades mantienen con el espacio y con el tiempo. Un fenómeno solo entendible desde la visión del “tiempo largo de las epidemias”, de que habla Jeoffrey Vigneron.
En un mundo hiperconectado la evolución de la enfermedad y la consecuente crisis sanitaria han puesto al descubierto la espectacular capacidad de propagación del virus, plenamente superado el condicionamiento de la distancia. El hecho de que los impactos hayan sido comprobados simultáneamente en escenarios tan distantes entre sí ha revalidado la percepción de un mundo compartido, entendible en su globalidad y complejidad, y en el que la difusión de la enfermedad elimina por completo la sensación limitativa de la discontinuidad fronteriza, por más que ésta se haya utilizado como medida profiláctica frente al contagio.
Situados ante la epidemia más documentada de la Historia, se ratifica la envergadura de sus implicaciones merced al caudal de datos generados por la numerización masiva del conocimiento. No es posible sustraerse en un contexto así a la toma en consideración de sus manifestaciones espaciales como son las relacionadas con su incidencia en la exacerbación de las desigualdades sociales (en función del género, del nivel social y del origen geográfico), en el agravamiento de la brecha tecnológica como factor clave de diferenciación socio-espacial, en el deterioro de las formas de trabajo – “los trabajadores invisibles”, de que hablan Nicolas Dagorn y Luxemburg -, en la afectación de las relaciones sociales y de la propia vida, hasta el punto de que la alteración de los comportamientos ha sido calificada como “la servidumbre de los cuerpos”. Todo ello sin olvidar los contrastados niveles de calidad y efectividad de los servicios asistenciales, sometidos a presiones que han mediatizado su capacidad de respuesta para asumir el incremento exponencial de las necesidades a que se han enfrentado los sistemas públicos de atención sanitaria.
Por otro lado, y como corresponde al hecho de que la pandemia desencadena una triple crisis (política, económica y cívica) los respectivos espacios de vida se han visto afectados de manera generalizada en función de los hábitos inducidos por el obligado confinamiento y el repliegue a favor de la salvaguarda de la privacidad como réplica a la aglomeración social, entendida como ámbito desestimable. La reclusión se atiene a la dosis de sacrificio y renuncia que antepone la seguridad a la libertad, como forma de autoprotección y como eliminación de las dudas e inseguridades que suscita el hecho de encontrarse ante una situación de riesgo letal e imprevisible.
Si esta disyuntiva ha seguido respondiendo a los mismos esquemas valorativos que Watts planteaba en su Elogio de la inseguridad en los años cincuenta, no estaría de más invocar la elocuente y oportuno reflexión de Delumeau, para quien “la inseguridad no nace solo de la presencia de la enfermedad sino también de la desestructuración de los elementos que construyen el entorno cotidiano, en el que todo es diferente”.
En este contexto cobra fuerza el empeño por avanzar en el aprovechamiento de las ventajas inherentes a la modelización de los fenómenos y tendencias observados. Particularmente considero oportuno traer a colación la idea planteada a los pocos días del estallido generalizado de pandemia por la prestigiosa Revista Science (número 367, de 27 de marzo de 2020) al subrayar que
With COVID-19, modeling takes on life and death importance. Epidemic simulations shape national responses.
Y, como observación aún pendiente de verificaciones contrastadas, no es descartable que el binomio espacio-tiempo se muestre en gran medida trastocado por las nuevas lógicas que tienden a alterar la configuración física de los territorios. A ello han de contribuir decisivamente dos factores decisivos: de un lado, las restricciones y cautelas aplicadas a uno de los soportes que en mayor medida han sustentado la dimensión del proceso globalizador, como es el ejercicio de la movilidad a todas las escalas, en la que el transporte colectivo aparece sujeto a profunda revisión; y, de otro, la modificación de las pautas de conducta asumidas por las personas y las empresas en un contexto propicio además a la recuperación de la confianza en el Estado.
Sobre la confluencia de ambos procesos descansan nuevos horizontes estratégicos, cuyo alcance sorprende antes de que sus efectos se plasmen de manera explícita. De ellos deriva lo que se ha venido en definir como un “capitalismo de plataforma”, que se fundamenta en la explotación de la información y en el despliegue de una potencia formidable para el desarrollo del comercio electrónico, en la importancia asignada a los algoritmos que sustentan la inteligencia artificial y su logística con el consiguiente impacto en el trabajo, en la enseñanza a distancia y en la propia transformación de los servicios (telemedicina), el uso de la energía y los sistemas productivos industriales (vehículos autónomos, equipos médicos, etc.).
Y, si observables son también en las reestructuraciones habidas en el uso formativo y recreativo del espacio y en la intensificación del trabajo no presencial, no carecen de importancia los fenómenos que repercuten en la concepción, con criterios alternativos, de la ordenación de los ámbitos urbanos y rurales, así como de las interrelaciones producidas entre ambos, en el replanteamiento funcional de las actividades educativas o, como hecho de enorme trascendencia, en la proyectada reordenación de las cadenas mundiales de valor, mediante la revisión a fondo del modelo de integración asimétrica de la producción industrial a que ha conducido un proceso deslocalizador hoy cuestionado al amparo de una mundialización en crisis.
Ivan Krastev lo ha señalado con gran expresividad:
Ha hecho falta que llegara un virus para poner al mundo patas arriba